La goma de borrar
Mientras ordenaba un viejo cajón de chucherías, encontré una goma de borrar. Era parecida a las que usaba en la escuela cuando era chica, en primer grado, cuadrada, grandota, un poco gastada en las esquinas.
Entonces, aprender las letras de mi nombre por ejemplo, llevaba una muy larga serie de palotes preliminares, que torcidos y flotantes volaban sobre el renglón. Y la goma arreglaba aquí y allá, enderezando, eliminando el trazo sobrante o adelgazando aquel que había salido muy grueso.
El escaparate de la hoja del cuaderno ‘Rivadavia’, quedaba un poco raspado pero prolijo, y ganaba el ¡muy bien! o un ¡hermoso, te felicito!
Cómo quisiera poder volver a esos 6 años gloriosos, aunque fuera por unos minutos, y sentir que todas las preocupaciones del mundo se centraban en qué ropita le pongo a la muñeca o cómo hago derechos los palotes!
Después de tantos años mi cabeza está tan llena de información acumulada, que a veces necesitaría volver a esa infancia y tomar mi goma para poder afinar o recortar los recuerdos y pasares defectuosos.
Me hice grande, terminé la escuela, me casé, vinieron los hijos y ahora los nietos y bisnietos. Fui madurando con el paso de los años, aprendiendo lo que no sabía, y mejorando luego lo aprendido. Aprendí a corregir mis errores con esa goma invisible de la adulta acción y conseguí que mis palotes de la vida surgieran raudos y límpidos con un trazo casi perfecto, hechos con el lápiz de mi infancia.
Si, porque me encanta escribir con lápiz. Me hace sentir más viva, la letra sale mejor. Las ideas surgen más claras cuando puedo escribirlas con lápiz. Y ahí necesito mi goma. Ahora es más sofisticada, alargada, de dos colores, borra tinta y lápiz. Pero tiene el mismo espíritu que aquella original, borrando lo que no salió como una quiere.
A veces, quisiera tener otra más grande, que me acomodara la razón, recortando los perfiles del dolor, de los deseos no cumplidos, de los sueños que se quedaron durmiendo, de las ansias que no fueron mías, de los silencios que se hicieron carne y se callaron para siempre porque “no se podía”.
Y con el paso de los años, se me durmieron las manos, los pies, los ojos, esperando por aquello que no prosperó. Pero un día descubrí que otras cosas tomaron el lugar de esas ansias, y fueron tan valiosas que los anhelos se quedaron sólo en el recuerdo, en ese lugar tan íntimo e interno donde anotamos para siempre nuestros sueños que nunca dejarán de serlo, y lo sabemos.
Hoy miro la mesa de mi entorno, donde mis hijos y mis nietos parlotean mezclando vocabularios, ideas palabras y pseudo frases como “abu, me sale bien ‘preocupes’, pero digo ‘acoprupes’, porque se que así te gusta más”. Se ríen, comparten. Con todos sus problemas cotidianos, son felices.
Y en medio de tanta algarabía, repartimos papeles, colores, lápices, gomas, porque los chicos quieren dibujar.
Me miro sentada junto al hombre que amo, observando ambos en silencio ese bullicio que nos aturde y no terminamos de entender, pero que nos llena de felicidad, porque nos pertenece.
De pronto, extrañamente, siento que tenemos una paz interior que nos engrosa, nos perfila, nos perfecciona, nos reconforta porque nos pertenece. Lo hicimos. Costó mucho, pero está hecho y ese ¡muy bien! de nuestra infancia, hoy se ha transformado en ¡excelente!, y en esa nota que otrora nos diera tanta alegría, está toda nuestra vida resumida: tenemos una familia!. Valió la pena!.
Autor: Adriana Correa e-mail: adrianacderueda@yahoo.com.ar
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